7 may 2009

La violación de siglo XX

Resexualizing Chilbirth
Leilah MacCracken

He tenido siete hijos creciendo en mi cuerpo y tengo mucho que contaros. Las madres que hemos dado a luz a tantos hijos nos hemos convertido en una rareza. Ya no somos nosotras las que enseñamos los misterios del nacimiento, la voz de la sabiduría y de la razón que enseñaba a quienes atienden partos cómo ayudar y qué cuidados necesitan las parturientas. El conocimiento obstétrico moderno se fundamenta en resultados hospitalarios falsos. Los médicos saben cómo dan a luz las pacientes, pero no saben cómo dan a luz las mujeres. Nuestra sociedad ha olvidado en su mayor parte que el nacimiento es seguro, que no necesita un montón de intervenciones. El parto es hermoso; es emotivo, salvaje y hormonal; y lo hemos destruido. Los procedimientos hospitalarios, incomprensiblemente intrusivos, dolorosos y humillantes perjudican el proceso del parto. Se ha convertido en un acontecimiento sangriento y lleno de lágrimas. El siglo XX atestigua cómo el parto se ha convertido en una violación institucionalizada.
Tuve el privilegio, y la desgracia, de concebir a mi primer hijo a los diecinueve años. Privilegio porque mi cuerpo era joven y flexible, desgracia porque, lamentablemente, yo ignoraba lo que es el parto. Seguí el camino habitual: fui al médico, leí montones de libros sobre el parto escritos por médicos y asistí a clases de preparación al parto en las que me dijeron que siempre debía obedecer a mi médico.
En las últimas semanas de mi embarazo tuve contracciones cada vez más fuertes. Siempre pensaba que me estaba poniendo de parto, pero nunca ocurría. Este fue el origen de las múltiples formas en que yo misma puse en duda mi capacidad de dar a luz: que mi cuerpo no podría hacerlo, que no sabría lo que debería hacer cuando se suponía que debería hacerlo. Muchos años después supe que se trataba de pródromos del trabajo de parto (me gustaría que pudiésemos deshacernos de la palabra “trabajo”) –una de las muchas formas diferentes que tiene la naturaleza de preparar perfectamente el cuerpo de la mujer para el parto-.
Rompí aguas a la semana cuarenta y dos, y tal y como mandaban mis libros y la preparación al parto, fui corriendo al hospital. Un médico joven y calenturiento me inició en el parto hospitalario haciendo que me desnudase y recostase sobre mi espalda, poniendo ambos pies en alto, encima de una cuña. Me hizo separar las rodillas, insertó un espéculo en mi vagina y se aproximó muy, muy cerca, echando un buen vistazo durante un rato largo. Había dos enfermeras en la habitación, mirando con aire divertido. “Esto es lo más humillante que me ha pasado nunca”, dije. Nadie más dijo nada.
Estuve atada a un monitor fetal durante horas interminables. Mis contracciones eran dolorosas, irregulares y espasmódicas, como ocurre muy frecuentemente con mujeres que experimentan un parto hospitalario. El estrés es inherente a los hospitales. Las siguientes veinticuatro horas fueron una amalgama de intervenciones: un gran número de exámenes pélvicos hechos por personas distintas, traslado de habitación en habitación, análisis de sangre, un enema, monitorización fetal obsesiva, firmar extraños formularios. No me permitían comer ni beber y me quedé muy débil.
Mi médico me puso (por teléfono) un gotero de oxitocina sintética. Las contracciones se hicieron insoportablemente intensas casi de inmediato. Me pusieron la epidural, pero no funcionó (la mayoría de los anestésicos no funcionan conmigo). Cuatro horas más tarde nació mi hija. Estaba muerta de hambre, agotada, traumatizada y aterrorizada por el parto de mi hija. Mi marido lloró de alegría.
Es costumbre en Norteamérica inducir el parto a una mujer veinticuatro horas después de la rotura de aguas. En otros muchos países esto se retrasa hasta una semana. La cuestión clave en ambas filosofías es que el parto debe inducirse sólo si no se produce espontáneamente dentro de las veinticuatro horas siguientes al primer tacto vaginal. Pero si no hay dedos introduciendo contaminantes potenciales, el riesgo de infección es mínimo. En contra de lo que dicen las creencias más populares sobre el parto, el peor lugar al que una mujer puede ir después de la rotura artificial de membranas es al hospital: allí tiene garantizada una exploración vaginal contaminante nada más ingresar.
Mi segundo hijo llegó dieciséis meses después. Rompí aguas: otra vez corrí al hospital. Tuve contracciones irregulares y un montón de tactos vaginales. Echaba tanto de menos al bebé que había dejado en casa. Vi mi imagen en un espejo. “Tengo un aspecto tan trágico” dije entre lágrimas.
No pasaba nada. Mi marido se fue a por una hamburguesa. Llegó un obstetra con un equipo de estudiantes. Me levantó el camisón del hospital y metió dos dedos en mi vagina. “Ahhhh”. Mandó a una estudiante hacer lo mismo: “vertex (cabeza a bajo) y dos centímetros dilatados”, dijo. El obstetra no estaba de acuerdo, me hizo un buen toqueteo en el cervix e hizo movimientos giratorios por mi útero con brusquedad “aquí tenéis un nalgas”. ¡Cómo lloré! Había extraños tocando alegremente mis partes más íntimas; mi marido se había ido. Estaba furiosa. La estudiante preguntó si podía examinarme otra vez “en interés de la ciencia”. Incomodé a todos los que estaban en la habitación con más llanto. El médico me dijo que el niño estaba en posición transversal, colocado de costado. Mi marido ya estaba de vuelta: me sentía maltratada, agotada, desesperanzada. Nos dijeron que la dilatación y el parto serían muy dolorosos, peligrosos y lentos, pero que con una cesárea el niño estaría en mis brazos en cuarenta minutos. ¿Qué hubierais contestado?
Me llevaron al quirófano en silla de ruedas. Me subí a la mesa de operaciones temblando. Separaron los brazos de mi cuerpo y los sujetaron con correas. Me inmovilizaron los pies y me afeitaron. Me insertaron agujas y tubos. Dije que me sentía como si fuesen a crucificarme. Una enfermera intentó tranquilizarme: “¡Pero si con este tipo de incisión todavía podrás ponerte bikini!”
Vi a mi médico a través del espeso laberinto de extraños vestidos de astronauta: me di cuenta por primera vez de la cantidad de pintura que llevaba en los ojos. Oí sonar un montón de buscas. Después de cuatro intentos de ponerme una epidural y montones de morfina me pusieron anestesia en la columna. Extrajeron al niño. Sentí el extraño y abrumador tirón de la extracción en mi abdomen y dije “¡Ahhhh!”. Los miembros del equipo levantaron la cabeza alarmados. El anestesista sonrió y dijo “Yo siempre dejo un poco de sensibilidad a las madres para el nacimiento”. ¡Es un niño! Sentí alivio y éxtasis recorrer todo mi cuerpo.
Se lo llevaron para examinarle. Oí su llanto. Azucé al personal para que se dieran prisa y pudiera abrazarle. El obstetra me explicó sin inmutarse que mi vejiga estaba encima de la tripa y tenían que volver a colocarla. También tendrían que unir y coser todas mis capas de músculo y grasa, y luego cerrarme la tripa con grapas. ¡Ah! Me dijeron que me comportase como una buena chica.
Por fin terminaron. En la sala de recuperación, con gran sorpresa del personal, di el pecho a mi niño. Al menos reservé esto para mí... Mucho más tarde supe que el niño no estaba en absoluto en posición transversal, sino de nalgas, presentando primero el culo –la mejor manera para parir vaginalmente–. No me dijeron la verdad, me hicieron una cesárea sin motivo. Los niños que vienen de nalgas nacen mejor vaginalmente según un artículo publicado por la Revista Americana de Obstetricia y Ginecología. También se descubrió que las mujeres con sobrepeso tienen más posibilidades de ser rajadas: cuando, años más tarde, examiné mi historial, el obstetra mencionó repetidamente mi “obesidad”. Las mujeres rellenitas no son más propensas a tener partos difíciles, pero sí a ser discriminadas negativamente.
Agradezco, sin embargo, que el personal de quirófano no me pusiera anestesia general: puede ser letal para establecer el vínculo con el recién nacido y la lactancia, y hacer que la madre se sienta aún más indefensa.
Después de un triste aborto ocho meses después, quedé otra vez en estado. Cuando estaba de seis meses me hice daño en la mano en un accidente en la cocina. Me llevaron volando al hospital y aguardé dos días para una microcirugía, todo el tiempo atada y con gotero. Mientras estaba en la sala de operaciones llamó mi médico de familia (lo supe porque había rehusado la anestesia general –y sí, costó varios intentos encontrar el tipo de anestesia local adecuado–). Mi análisis de una hora de tolerancia a la glucosa era un poco alto. Pedí que le dijeran que iba a hacerme un análisis de diabetes gestacional de inmediato.
Cuando volví a casa al día siguiente estaba disgustada, así que me comí una tarta y varias raciones grandes de patatas fritas con Coca-Cola. A la mañana siguiente, a primera hora, tenía el análisis de tolerancia a la glucosa de las tres horas. De los tres niveles de glucosa más importantes, dos eran altos: era un resultado positivo de diabetes gestacional. ¡Vaya semana estaba teniendo!
Retrospectivamente, supe que el diagnóstico fue erróneo: me pregunto por qué nadie me preguntó qué había comido el día anterior. ¿Cómo es posible que no se tuviese en cuenta que había estado atada a una cama, la cirugía y el estrés que había pasado?
Así que tuve que pasar los meses siguientes todo el día de médicos: en el centro de salud siguiendo terapia ocupacional, yendo a mi médico de familia y al maldito obstetra que me hizo la cesárea y me dio también el visto bueno para un PVDC (parto vaginal después de cesárea). En las últimas semanas del embarazo tuve las fuertes contracciones que son habituales en mí. Y como estaba preocupada por que mi “diabetes gestacional” pudiera tener algún efecto perjudicial en mi bebé, me fui al hospital. Pensé que me inducirían el parto. No funcionó, mi cuerpo no estaba de parto de ninguna manera. Me mandaron a casa.
A la semana cuarenta y dos las contracciones fueron en aumento y manché un poco (un moco rosado o un poco de sangre por la vagina). Fui al hospital. Tenía una dilatación de dos cm y medio y un ligero borramiento. Pero me inquietaba la idea de que me enviaran a casa de nuevo. Supliqué a las enfermeras que hicieran algo para ayudarme a dar a luz. Estaba segura de que mi cuerpo era incompetente, y de que hubiera muerto con toda seguridad en mis partos anteriores de no haber estado en el hospital. Así que me rompieron la bolsa. Este parto, en comparación con los anteriores, fue rápido y fácil. Mi marido estaba asombrado. Dijo: ¿Ya está todo?
Mi cuarto hijo llegó veintiséis meses después (esta vez no tuve “diabetes gestacional”). En ese embarazo me empeñé en estar delgada a toda costa y me encontraba fatal: delgada y sintiéndome mal porque no paraba de hacer ejercicio por miedo a tener diabetes.
En la semana cuarenta sentí leves contracciones y eché un poco de moco; llamé al hospital. Siguiendo el consejo de la enfermera nos apresuramos en ir al hospital y el trabajo de parto se detuvo. Me enfadé con mi cuerpo, lo llamé estúpido e inútil. Me rompieron la bolsa con 1 cm y medio de dilatación (¿No es curioso cómo las mujeres que han tenido partos hospitalarios dicen “me hicieron esto o aquello” refiriéndose a quienes las atendieron y atormentaron durante la dilatación y el expulsivo? Las mujeres que dan a luz en casa dicen “hice esto o aquello”).
Seguía sin pasar nada, sólo algunas contracciones insignificantes, irritantes, espasmódicas. Recuerdo que intenté encontrar un lugar tranquilo donde “anidar”. Tenía literalmente sentados enfrente de mí a dos matronas y un médico (un sustituto de mi médico habitual, que estaba esquiando) esperando que yo experimentase la más mínima sensación. Y también había una estudiante que tenía los dedos cortos y a la que costaba encontrar mi cervix en los exámenes pélvicos. Puse los puños debajo de mis caderas para que sus dedos alcanzasen el interior de mi vagina con más facilidad. ¡Menuda ayudante! ¡No es de extrañar que quisiera marcharme, desaparecer de allí!
Lloraba a cada momento. El personal estaba preocupado. Les dije que no se preocupasen porque parecía una cuestión hormonal que pasa en todos los partos.
Me palparon el útero y concluyeron que el niño estaba en presentación posterior: “cara al pubis” (los niños nacen normalmente de cara a la columna de la madre). De repente el dolor se hizo ferozmente intenso: sentí unas contracciones desgarradoras hasta la histeria que me hicieron doblarme sobre el suelo de la ducha con un comadrón (hay hombres comadrones) que me enchufaba agua tibia con la alcachofa de la ducha en la parte baja de la espalda. Mi marido me daba la mano. Grité que el bebé llegaba. Me fui para la cama, caí sobre mi espalda y lo eché fuera entre alaridos. Juré que nunca tendría otro hijo.

Hace poco supe que lo más probable es que mi hijo se colocase en esta posición debido a que me rompieron la bolsa prematuramente. El más atroz de todos mis partos no tuvo por qué haber sido así en absoluto.

Durante el embarazo de mi quinto hijo, un año después, nos mudamos. Me tocó un médico nuevo. Esta vez tampoco tenía diabetes gestacional. Me pasé de la semana cuarenta “mejor antes que después” y me advirtieron de que el nuevo protocolo era inducir 10 días después de la fecha estimada de parto. Cuestioné la validez de esto; mi médico me habló del peligro de insuficiencia placentaria, de la aparición de calcificaciones en la placenta, del peligro de que a mi bebé le faltasen oxígeno y nutrientes. Todo esto me pareció justificado (aunque no según un estudio publicado años más tarde en el que se comprobó que las inducciones rutinarias a la semana 41 aumentaban las complicaciones y los partos instrumentales, pero no mejoraban los resultados de supervivencia neonatal). Pasaron nueve días de la FEP. Fui al hospital. Me monitorizaron durante una hora y luego me embadurnaron el cervix con Prostin (gel de prostaglandinas). Me monitorizaron durante una hora más. Me dejaron marchar diciéndome que volviese en seis horas o antes si me ponía de parto. Mi marido y yo nos fuimos a pasear, intentando que el parto se iniciase. Empecé a sentirme rara, con pinchazos en la cervix y debajo de las corvas. Propuse que buscásemos un lugar en donde tener relaciones sexuales a escondidas, porque las sensaciones que tenía a causa del gel eran idénticas a las que tenía después de hacer el amor en el último embarazo. Mucho más tarde supe que la misma idea del gel, que tiene una base de semen de cerdo, proviene del semen humano, ya que es rico en la hormona prostaglandina, que interviene en la dilatación cervical. No obstante, el esperma humano es mejor para inducir el parto, ya que es compatible con la oxitocina natural. Se sabe que las sensaciones amorosas y orgásmicas supuestamente inherentes al contacto sexual estimulan la producción de oxitocina en el cerebro de la mujer (y, curiosamente, también en el del hombre), y la oxitocina es una hormona consustancial al parto. La estimulación de los pezones la libera en abundancia.

Mi marido pasó de la idea. Parecía como si de algún modo mi vagina, ahora que me la habían embadurnado, hubiese pasado a ser para él propiedad del hospital. Me sentí aterrorizada por lo que se avecinaba acordándome del parto de mi cuarto hijo.

Me conectaron a un monitor fetal. Me examinó un hombre raro y de aspecto trasnochado (el obstetra de turno) y averiguó que durante la tarde la dilatación había alcanzado los dos centímetros. Le comenté lo cansado que parecía: me dijo que había estado trabajando durante los últimos tres días. ¿Habría dormido? Le pregunté y me dijo que sí, “a ratos, hay un catre en la sala de médicos”. Debemos espabilar para “acabar con este rollo asqueroso de una vez”.

Me rompió la bolsa y me ordenó que permaneciera semisentada durante una hora para evitar un prolapso del cordón umbilical. El prolapso de cordón, muchas veces mortal para el bebé, se produce cuando el cordón queda delante de la cabeza del bebé y obstruye la salida. Se sabe que la rotura artificial de membranas es una de sus causas. Mis hijos habían corrido peligro siempre y nadie me lo dijo siquiera. ¿Dónde estaba mi “consentimiento informado”?

Jugué a las cartas con mi marido. Me sentí como si fuese a la deriva hacia un territorio en el que nunca antes había estado. Una calma maravillosa sustituyó al terror. Me sentí llena de paz e introspectiva; las sensaciones del parto me adormilaban y sosegaban. La matrona que me atendía se sorprendió. Pero el progreso que hacía era lento para tratarse del quinto hijo. Habían pasado doce horas desde la primera impregnación de prostaglandinas hasta que me llevaron a la sala de partos, con seis centímetros de dilatación.

El potro -ya no era ni siquiera una cama- era mi peor enemigo a la hora de parir. Mis agradables contracciones se hicieron dolorosas. Instintivamente, acerqué las manos de la comadrona hacia mis pechos para estimular la liberación de oxitocina. Ella las apartó con frialdad. Al poco rato nació mi hijo. El médico, inexplicablemente, tiró del cordón umbilical hasta hacer daño.

Una nueva enfermera se incorporó al turno a los pocos minutos del nacimiento. Era su último día de trabajo como matrona. Treinta y ocho años en ese lugar, años de incontables episiotomías y afeitados, de amor y muerte, y partos y todas esas malditas cosas. Quería hablarme de ella y de su marido, y de cómo cambian los tiempos. Yo mientras intentaba dar de mamar a mi hijo recién nacido. La escuché educadamente. Mi marido salió fuera a fumar y hacer algunas llamadas. La enfermera se marchó de mala gana cuando la eché de la habitación.

Entonces fue cuando por fin me quedé sola con mi bebé. Allí estábamos los dos, solos y embelesados, desnudos y con las etiquetas del hospital puestas, cuando oí los gritos de la mujer que estaba dando a luz en la habitación contigua. Dije en voz alta “sáquenme de esta cámara de los horrores”.
Subimos arriba y nos instalaron en una habitación semiprivada. Intenté dar de mamar y dormir, pero la mujer de al lado tenía dificultades para cuidar de su bebé y los dos lloraban. Oí teléfonos que sonaban. Me enfadé. Tuve que hacerme yo misma una tostada en la mini cocina que había al otro lado de la planta.

Me llevé a mi hijo conmigo a todas partes, no hubiera dejado que le tocaran ni para bañarle ni pesarle ni atosigarle. Insistí en hacerlo todo yo misma. Había gente por todas partes: en mi habitación, en los pasillos, en el nido. Todos vieron cómo me colgaban los pechos chorreantes de leche, mi pelo greñoso, mis lágrimas. Llegué a rastras y con mi hijo envuelto en toallas de hospital por todo pañal. Me senté con él y con mi pena, ¡Cómo lloré por todo lo que habíamos perdido! Lloré entre temblores. Se acercó una enfermera: “Debería usted estar en su habitación”, dijo. “¡Necesito intimidad y he tenido que venirme aquí para poder llorar!”, exclamé. Puse a mi bebé debajo de mi barbilla

Un año y medio después, cuando reclamé mi historial médico (que todo el mundo haga esto, por favor), vi que esta enfermera había escrito que yo trataba a mi bebé de manera brusca. (Le abrazaba fuertemente contra mí mientras lloraba y temblaba). ¡Yo jamás haría daño a mis hijos! Estaba siendo observada y analizada. Otra enfermera me acusó de haberle producido un moratón a mi bebé cuando le vio lo que en realidad era una mancha de nacimiento. ¡Esos extraños fríos y semi estériles creyeron que yo era una maltratadora de niños! Hasta una enfermera que tenía cara de buena vigilaba cada movimiento, cada suspiro, cual halcón malévolo. Me fui al poco tiempo.
Unos días después, en casa, un pensamiento cruzó mi cabeza, fue un negro sentimiento que me rondaba fugazmente y que acabó concretándose en la siguiente frase: “el parto hospitalario es la violación del siglo veinte”.
Las mujeres son sistemática, rutinaria e intencionadamente atacadas cada día por individuos e instituciones que dicen actuar con su mejor intención, y la mayoría de esas mujeres no saben lo que están perdiendo. Sí, es una violación: exactamente igual que cuando un hombre fuerza la penetración en una mujer despojándola de su poder y la hiere en lugares sagrados, eso es la violación en el parto. La mujer se queda temblando, llena de ira y de dolor tras cualquiera de las dos violaciones, porque la violación es la misma. Y de la misma manera en que importaría si nuestro hijo ha sido concebido por una violación, importa si ha nacido con una violación. Y en ambas violaciones sangramos.
A las mujeres se nos hace sangrar, a menudo incontroladamente, en los partos hospitalarios. Sangramos por la inyección de oxitocina que nos ponen de forma protocolaria en la pierna después del parto: los mecanismos naturales de la mujer activados por la oxitocina (que contraen el útero hasta devolverlo a su estado anterior) se paran cuando esa gran dosis de hormona sintética llega a su corriente sanguínea. Y cuando el efecto obtenido de forma artificial se pasa, la mujer se sentirá desfallecer repentinamente y se colapsará en un baño de su propia sangre. (El útero ha dejado de contraerse y la cavidad de la placenta está prácticamente tan grande y sangrante como lo estaba justo después del parto. Las hormonas artificiales utilizadas para inducir el parto también causan sangrados excesivos). También se producen hemorragias cuando se extrae la placenta manualmente: los asistentes al parto, impacientes, manipulan externamente el útero de la mujer para que expulse la placenta, llegando incluso a tirar del cordón. Esto es atroz, además de sangriento.
La episiotomía es una causa importante de hemorragias. La mayor parte de la sangre perdida en un parto típico vendrá de la herida de la episiotomía; tanto es así que la mujer puede sufrir anemia. La episiotomía es una invención asquerosa y perversa ideada a partir de la increíble lógica de tratar de evitar una lesión perineal causando una. Cuando una vagina se corta, la mujer sufre: la episiotomía puede romper los tejidos perineales de la mujer causando un desgarro masivo; duelen intensamente, ya que muchos médicos ni siquiera esperan a que el anestésico local surta efecto antes de cortar (y a veces ni se molestan en utilizar alguno); la mujer llorará al orinar durante un mes. El tejido de la cicatriz puede hacer que el sexo sea doloroso o difícil, en ocasiones para el resto de la vida de la mujer; y la sensibilidad sexual disminuir porque la episiotomía haya cortado los nervios que se adentran profundamente en la vagina desde el clítoris.
La herida se infecta a veces y se hace dolorosa, en cuyo caso hay que quitar los puntos y volver a coser el perineo, con todo lo que eso duele. Algunas infecciones gangrenosas mortales, como la fascitis necrotizante y la mionecrosis por clostridium, son causadas por las episiotomías. Se sabe que también pueden originarse en el lugar en que se hizo la episiotomía cáncer, endometriosis y abscesos.
Las episiotomías debilitan permanentemente los músculos del suelo pélvico y pueden causar heridas ocultas en el esfínter anal. Esta es la causa de que el 6% de las mujeres padezcan incontinencia anal y fecal después del parto. Y algunas veces después de desgarros graves o de una curación incompleta, se desarrolla una fístula (un hueco en la pared existente entre el recto y la vagina) y la mujer expulsará heces por la vagina. A estas mujeres se las deja sintiendo que han sido maltratadas, mutiladas y ensuciadas, y normalmente se les dice que vayan al psiquiatra. Necesitarán más cirugía para reparar el daño inicial y sus próximos hijos tendrán que nacer por cesárea.
También los niños sufren cortes con la episiotomía. Se tiene noticia de laceraciones del párpado, e incluso de la castración de niños de nalgas. Las episiotomías traen consigo la necesidad de succiones dolorosas y peligrosas: cuando la vagina de una mujer ha sido cortada no puede empujar los hombros del bebé a su paso por el canal del parto. La naturaleza tiene su propia forma de “succionar”: la presión que ejercen las paredes de una vagina íntegra abrazan los hombros y el pecho del bebé haciendo que expulse fuera, de forma fácil y natural, los fluidos que hay en su nariz y boca.
Los desgarros naturales son mejores para el cuerpo: curan mucho antes y son menos dolorosos que el corte profundo y afilado como el de una navaja que hacen las tijeras. A pesar de esto, y de que no hay fundamentos científicos de ninguna clase que justifiquen la episiotomía rutinaria, la sufren alrededor del 60% de las mujeres que paren en hospitales. Muchos médicos (y también matronas) son reticentes a acabar con esta vieja práctica y se resisten a la erradicación de este corte injustificable.
Los fórceps, inventados a partir del increíble razonamiento de que las cabezas de los niños serían protegidas del parto apretándolas con cucharas de metal, se usan frecuentemente junto con la episiotomía. Los fórceps (y en menor grado las ventosas) causan daños en el recto y ano, tales como hemorroides crónicas y dolorosas: las venas interiores del recto de una mujer embarazada son por naturaleza muy finas, y cuando se usan instrumentos de extracción artificial –especialmente cuando su uso se asocia a partos forzados, en los que se obliga a al mujer a empujar hasta reventar–, estas delicadas venas se estrangulan, distienden, debilitan y colapsan. Cualquier hemorroide preexistente se vuelve terriblemente dolorosa, y frecuentemente el resultado es toda una vida tomando fármacos analgésicos y sentándose encima de flotadores en el cine.
El uso de fórceps puede desfigurar permanentemente los genitales de una mujer y causar daños a su vejiga: algunas veces la vejiga se resiente tanto que ello le acarrea a la mujer problemas de incontinencia urinaria para toda la vida. En cuanto a los niños, los fórceps pueden causar parálisis cerebral y parálisis de Bell, céfalohematomas (bolsas de sangre bajo el cráneo), fracturas craneales y dolor agudo. El sufrimiento fetal aumenta el riesgo de suicidios violentos en la edad adulta.
En 1920, el artículo “La Operación Profiláctica de Fórceps” de Joseph B. DeLee, se convirtió en la piedra de toque de los partos medicalizados. En él se describía lo que para DeLee era el parto ideal: en primer lugar, se practica una episiotomía grande a una mujer que ha sido previamente drogada con éter y está inconsciente y atada. Luego se le saca el hijo con los fórceps, se le extrae la placenta manualmente y se le pone una dosis grande de ergot para cortar la hemorragia postparto. Después se baja el cervix con los fórceps para examinarla y coser cualquier desgarro. Posteriormente se reconstruye cuidadosamente la vagina para devolverla a un “estado virginal”. En el parto se administran escopolamina y morfina, y también durante el postparto, para “prolongar la narcosis durante muchas horas en el postparto y eliminar los recuerdos del trabajo de parto”. Esta forma de tortura, el ideal de parto de un hombre, se convirtió durante la mayor parte del siglo veinte en el modelo según el cual debían parir las mujeres. Aunque parezca increíble, un prestigioso premio lleva su nombre...el “Premio Humanitario DeLee”. Se concede a médicos que hayan contribuido de manera significativa a mejorar la salud de mujeres y niños.
La anestesia epidural ha reemplazado a la escopolamina como droga “optativa” (en algunos hospitales se administra epidural al 90% de las parturientas), y puede tener terribles consecuencias (ninguna de las cuales se explican a la mujer cuando pregunta “¿es segura?”). El 70% de las mujeres sufrirá efectos colaterales, tales como bajadas de tensión, incontinencia fecal y urinaria, parálisis de las extremidades inferiores, reacciones alérgicas, depresión respiratoria, dolor de cabeza, vómitos y desmayos. El 20% tendrá fiebre, y sus bebés habrán de recibir tratamiento también a causa de ello. El 15%-35% tendrán que ser sondadas por no poder orinar, el 30% - 40% padecerá dolores de espalda agudos durante horas o días después del parto, y un año después padecerá dolores de espalda intensos el 20%.
Las epidurales hacen que uno de cada diez niños nazca “azul” (hipoxia grave, es decir falta de oxígeno; también la causan las drogas utilizadas para la inducción). Los anestésicos derivados de la caína cruzan rápidamente la placenta y pueden afectar tanto al sistema nervioso central del bebé como a sus funciones cardíacas. Las drogas contenidas en la epidural, especialmente cuando se administran con un cóctel de otros fármacos, causan ictericia cuando los recién nacidos intentan metabolizar estas potentes drogas con sus hígados inmaduros. Las epidurales provocan la caída del tono muscular y la vitalidad de los recién nacidos, afectando a la capacidad del recién nacido para mamar eficazmente. Puesto que la dosis se calcula según el peso de la madre, es fácil que los niños reciban una sobredosis (un bebé tiene aproximadamente un tamaño veinte veces inferior al de la madre). Los niños que han asimilado las drogas de la anestesia epidural, así como cualquier otro tipo de drogas anestésicas durante el parto, tienen más probabilidades de hacerse adictos a las drogas en la vida adulta, y de sufrir retraso en el aprendizaje y tener un comportamiento violento. La epidural multiplica por cuatro el riesgo de la mujer de sufrir partos con fórceps o ventosas, y duplica el de sufrir una cesárea.
Las cesáreas se hacen por muchas razones, la mayoría relativas a la impaciencia del equipo médico. La “falta de progresión” es la razón mas común y que resulta más indignante: se da cuando el cervix de la mujer no dilata de acuerdo con la idea preconcebida del hospital acerca de cómo debe desarrollarse la dilatación, y literalmente se las reprende y se les dice que dilaten. La mujer es amenazada con pasar por el quirófano si no lo hace. Por supuesto, su cuerpo no va a dilatar para el parto en un ambiente tan amenazador y estresante; y si la oxitocina sintética no expulsa al bebé o no pueden arrancarlo con los fórceps, el obstetra lo saca fuera con el bisturí.
Puede que se haga una cesárea debido a que se observen fluctuaciones normales en el ritmo cardíaco del bebé (registradas a través de un monitor fetal, que es normalmente la primera de la clásica cadena de intervenciones); estas fluctuaciones pueden hacer creer erróneamente al personal médico que hay sufrimiento fetal y hay que sacar al niño inmediatamente. Acciones del bebé como chuparse el dedo, dormir, o incluso que la madre tenga sed, pueden causar diferencias sustanciales en el ritmo cardíaco de los bebés (aunque algunas veces realmente se infligirá sufrimiento al bebé como consecuencia de las drogas y hormonas que le ponen a la madre).
La desproporción cefalopélvica es otra excusa común para hacer una cesárea: frecuentemente se alega que la abertura pélvica de las mujeres es demasiado estrecha para permitir el paso de los bebés. ¡Qué despropósito! Si tantas mujeres tuviesen pelvis defectuosas para dar a luz, sus ancestros no hubiesen sobrevivido, y las únicas mujeres vivas hoy en día tendrían las pelvis enormes. Los cuerpos de las mujeres actuales no son defectuosos: saben cómo parir, y lo harían por sí mismas sólo con que se las dejase en paz. Casi con toda seguridad, aquellas mujeres a las que les han contado que son incapaces de parir sin la ayuda de la obstetricia moderna serían capaces de dar a luz divinamente sin ninguna intervención, eso siempre y cuando estén lejos de esos hospitales que son tan proclives a intervenir.
En la mayoría de los hospitales se hace la cesárea a una de cada cinco mujeres; en algunos centros el número alcanza a una de cada tres. Estas estadísticas no deberían superar ¡el tres por ciento! La crueldad de la cesárea no debería quedar oculta tras su habitualidad: durante las primeras semanas que siguen al parto las mujeres deberíamos dedicarnos a nuestros hijos, a amarles y amamantarles, sin grapas, catéteres, ni llanto por culpa de las cesáreas.
Después de mi cesárea (en forma de cruz, como en una vivisección) supe lo que es sentirse desgraciada: intentar cuidar a mi nuevo bebé mientras me recuperaba de una cirugía mayor abdominal sobre una dura cama de hospital ha sido la situación más desoladora por la que he pasado en mi vida. Cualquier movimiento me dolía espantosamente, unos dolores agudos desgarraban mi abdomen herido de una forma que me hacía enfermar; el catéter me dolía cuando estaba dentro de la uretra, y dejaba un dolor agudo cuando estaba fuera, a duras penas podía moverme para cambiar el pañal de mi bebé, y el personal del hospital estaba demasiando ocupado para ayudarme a cuidarle. Tenían que volver a poner el espadadrapo que sujetaba el tubo del gotero a mi brazo constantemente, y cada vez que lo hacían se me pelaba la piel y el vello.
No me dejaron comer: primero los líquidos del Primer Día tras la operación, luego la papilla del Segundo Día, después el puré del Tercer Día, que no era precisamente el sustento que necesitaba suministrar a mis pechos para hacer leche, ni para favorecer mi curación, mi cuerpo herido y estragado. Yo era una paciente, una inválida enferma, una mujer de 21 años que tenía que hacer pis en un abolsa, y sujetarse la tripa para poder darse la vuelta en la cama. Era incapaz de cuidar de mi recién nacido, y siempre recordaré que sus primeros días de vida fueron absurdamente incómodos y llenos de dolor. Ni siquiera podía levantarme para cepillarme los dientes.
¿Y por qué no se habla de los graves riesgos de la cesárea? Yo ni siquiera supe el riesgo que había corrido. La probabilidad de que una mujer muera tras una cesárea es 16 veces superior a la de un parto vaginal. Las cesáreas provocan hemorragias, las mujeres tienen 10 veces más posibilidades de perder el útero debido a un sangrado incontenible, siendo las hemorragias la principal causa de muerte de la madre.

Las cesáreas causan ileus (parálisis intestinal asociada a las lesiones abdominales), obstrucción intestinal y adherencias, embolia pulmonar y síndrome de Mendelson (aspiración pulmonar de ácidos). Existe un riesgo del 20% de que se desarrolle una infección peligrosa después del parto: un problema grave dada la proliferación en los hospitales de microbios resistentes a los antibióticos.

Después de una cesárea las mujeres sufren más depresiones postparto y más estrés postraumático, que es un trastorno muy desconocido por la mayoría de los médicos, que ni siquiera han oído hablar de ello, y que se origina a consecuencia de los sentimientos de impotencia e indefensión derivados del parto hospitalario.

Las mujeres pueden sufrir incontinencia urinaria para el resto de su vida como consecuencia del daño que puede sufrir la vejiga al ser separada. Las cesáreas causan el síndrome de insuficiencia respiratoria del recién nacido, que es una causa mayor de mortalidad infantil, y entre el 2% y el 6% sufrirá cortes accidentales de bisturí.

Después de la cesárea, las mujeres tienen más probabilidad de desarrollar embarazos ectópicos (eso si consiguen volver a quedar embarazadas) y sus futuros hijos corren el riesgo de sufrir complicaciones. También aumentan las posibilidades de que las placentas de estas mujeres bloqueen la salida vaginal (placenta previa) o se desprendan durante el embarazo (abruptio placentae). Ambas circunstancias pueden matar a la madre o al hijo. Los futuros embarazos serán catalogados como de alto riesgo debido a la escasa probabilidad de que la cicatriz de la cesárea se rompa, y la rotura del útero puede causar la muerte del bebé y hacer que la madre pierda su útero.

Las mujeres a las que se administran drogas para la inducción en un PVDC (Parto Vaginal Después de Cesárea) corren un riesgo mayor de ruptura uterina, especialmente cuando la droga es Prostin (afortunadamente, no me di cuenta del peligro que corría durante el parto del quinto), y Cytotec, un fármaco para la úlcera cuyo uso obstétrico ni siquiera ha sido aprobado por la FDA[1] ni por el fabricante: hace que el riesgo de rotura uterina de la mujer aumente 28 veces. A pesar de ello, su utilización se ha extendido incontroladamente entre la profesión obstétrica y la matronería. Con una cesárea, un acontecimiento privado, secreto y sensual se transforma en una crucifixión estéril en una habitación llena de extraños que te observan para cortarte. La violación culmina cuando nos dicen que el corte es necesario. Todo lo que hay en el parto de sagrado y de poder se convierten en un sumiso “sí, doctor”, y nos convertimos en espectadoras de nuestra propia violación. Incluso decimos “gracias” al médico cuando abandona a toda prisa el quirófano.

En el hospital nos atrapa una aplastante y venenosa sumisión una vez somos despojadas de nuestra intimidad, nuestra dignidad e incluso nuestra ropa. Hacemos a los médicos depositarios de la máxima confianza; confiamos en sus buenas intenciones y su fidelidad al juramento hipocrático (no causar daño). Pero nos hacen daño cada día, y la sociedad les concede autoridad para que hagan con nosotras lo que les plazca.

Esto me recuerda a los niños que sufren abusos a manos de personas que gozan de nuestra confianza. Los abusos, cometidos egoístamente y sin pensar en el futuro del menor, son un mal insidioso que se repite de generación en generación. Los niños creen invariablemente que merecían lo que les pasó. La violencia contra el cuerpo de la mujer durante el parto se ejerce en beneficio de la medicina, sin apenas considerar la salud inmediata y futura de la mujer.

Durante generaciones se les ha dicho a las mujeres que el abuso es necesario, que el parto es universal e inevitablemente sangriento debido al mal funcionamiento de sus propios cuerpos. Tanto a las mujeres como a los niños les dicen que aguanten y callen. No podemos seguir tolerando esto. Así como quienes utilizan su superioridad contra los niños son acusados cada día más como responsables del sufrimiento de los niños, quienes practican la medicina de forma abusiva deben ser responsabilizados de cada sutura, cada tajo, cada cercenación del cuerpo de la mujer incluso décadas después de haberse infligido.

El motivo que subyace a todo parto hospitalario es la seguridad del bebé (como si el ambiente hospitalario pudiese ser seguro para una nueva vida). Le dicen a la mujer que lo único que importa es la salud de su bebé, que el fin justifica los medios: si a ella la rajan y trocean durante el parto, que así sea; que tener al bebé en brazos al final es lo único que importa.

Pero una mujer importa. Su vagina importa, su vientre importa, la integridad de su periné y de sus venas importa, ¡Ella importa! No permitir a una mujer ser dueña de su parto es como no permitirle nunca alcanzar el orgasmo. Es como decirle: “Los orgasmos no importan, cariño, siempre y cuando concibas”.

A todo el ritual de sacrificar la integridad, poder y sexualidad del parto yo lo llamo “infibulación puerperal”. Al igual que, en algunas culturas, se cercenan los clítoris de las mujeres y sus vulvas son vaciadas y cosidas para cerrarlas (infibulación), también en nuestra cultura los médicos cortan las vaginas, perinés y vientres de las mujeres. Cuando terminan les cosen el cuerpo o les ponen grapas. En ambos casos se sujeta a las mujeres con fuerza o se las ata para inmovilizarlas cuando asoman cuchillos o tijeras y no se les permite decir nada sobre los efectos del cuchillo.
Curiosamente, el propósito subyacente es el mismo en ambos casos: controlar rígidamente la sexualidad femenina (sí, el parto es un acontecimiento inherente a la sexualidad) y proteger a los hijos cuando nacen. Muchas culturas que practican la mutilación genital femenina (MGF) persisten en su creencia de que si un niño toca los órganos sexuales de su madre en el parto podría morir (de ahí la mutilación de los genitales externos). A una de cada cuatro mujeres norteamericanas como media les dicen que, a menos que sus hijos nazcan por cesárea, podrían morir (y, por supuesto, los niños ni se acercan a los órganos sexuales de sus madres). O que, a menos que nuestras vaginas sean abiertas mediante un corte, nuestros hijos sufrirán daños en el estrecho canal del parto. (“aplastado contra el apretado suelo pélvico”, tal y como Joseph B. DeLee dijo). ¡Las vaginas son algo muy estresante para algunas personas!
Los occidentales que oyen hablar de la MGF creen firmemente en el siniestro atraso de las culturas que la practican. Pero ¿cómo podemos llamar bárbaras a estas culturas cuando nuestras propias acciones son tan monstruosas? Si a una mujer le cortan la vagina en una choza aislada o en un hospital universitario de primera clase es irrelevante: le habrán cortado la vagina igualmente, su sufrimiento será intenso e inevitablemente perdurará.

Otra razón por la que las vaginas de las mujeres son mutiladas es garantizar que ajusten apretadamente para disfrute de sus parejas masculinas. En algunas sociedades se hace un modelo del pene del novio, luego meten el modelo en la vagina de la futura esposa y después le cortan y cosen la vagina para que se ajuste a las dimensiones del modelo. En nuestra sociedad he oído que hay médicos que les dicen a las mujeres antes de hacerles una cesárea: “Tu marido me lo agradecerá”; o preguntan a los padres, antes de acabar de coser la episiotomía “¿Quieres que le dé unos cuantos puntos de más de tu parte?” Sí, eso pasa ahora mismo, no es algo de hace veinte años.

La infibulación puerperal está tan arraigada en nuestra cultura como lo está la MGF en las culturas que la practican. Aquí se coacciona a las mujeres para que, en el momento del parto, entreguen sus cuerpos a médicos ansiosos por intervenir. Allí se anima vehementemente a las mujeres a que se hagan vírgenes mediante una operación. Y a todas nos hacen creer que tal mutilación cumple una función, somos empujadas a rendirnos a la sublime sabiduría de quienes ostentan más conocimientos, más sabiduría, más virtudes en lo intelectual y en la práctica que nosotras, mujeres ignorantes: nos enseñan a confiar en la infalibilidad de la autoridad, desoyendo nuestra más elemental y urgente necesidad de huir.

Y cualquier resistencia es abrumadoramente inútil, porque en ambas culturas nuestras propias madres y abuelas, justo quienes se supone que más nos aman, nos entregan llenas de ansiedad en los brazos de los médicos, que nos reciben para ejecutar la cirugía más cruel. Seccionar a las futuras madres es algo que se perpetúa de generación en generación, insidiosamente. La generación anterior no puede comprender la gratuidad de este doloroso círculo, y probablemente las generaciones posteriores no se librarán de experimentar su mismo sufrimiento.

La sangría del parto perdurará, las mujeres occidentales son reacias a renunciar a sus queridos médicos y al culto que les rinden en el altar de la Medicina Moderna. Para más inri, he descubierto que la mayoría de las mujeres no me creen ni con mucho cuando les digo que no necesitan ir al hospital para parir. En especial se niegan a creer que el parto es seguro y no necesita de dedos enguantados, monitorización neurótica ni bisturís para cumplir una función que es refleja y fruto de la evolución.

Un vínculo imaginario une a todos aquellos implicados en el gran drama del parto occidental medicalizado. La ansiedad que se genera durante el proceso del parto acaba con la aparición de un niño vivo y la supervivencia, en última instancia, de la madre. La estresada familia cree que han sido salvados y queda agradecida a los violadores, volviendo una y otra vez a la escena del crimen a menos que despierten y empiecen a cuestionarse el sistema en su conjunto.

Las mujeres que han sido infibuladas en el puerperio luchan por encontrar razones que justifiquen su dolor, la buena finalidad perseguida cada vez que las hurgaban con los dedos, con cada corte y con cada trozo de piel cercenada por el escalpelo. Necesitamos creer que lo que nos han hecho fue lo correcto, porque de otro modo la tristeza y el horror que todo esto encierra serían demasiado difíciles de soportar. Quizás el origen de la veneración que algunas mujeres sienten hacia los médicos está en un historial previo de relaciones patológicas de sumisión, ya que al parecer son precisamente las mujeres que han sufrido mayores abusos a manos de sus médicos las que con menos frecuencia se deciden a escapar a su control (sé que yo era una de ellas. Siempre intentaba desesperadamente ser una buena chica y complacer a mis médicos; siempre dispuesta y presta a perdonar sus errores).

El tratamiento patológico del parto hunde sus raíces en la histeria colectiva de nuestra cultura hacia el parto, y el miedo y la desconfianza de las mujeres están tan arraigados que cualquiera que hable del parto como un acontecimiento íntimo y sensual será temido y calumniado.

Pero hablarle a una mujer que ha sido infibulada en el puerperio de la belleza del parto es parecido a decirle a una mujer a la que le han amputado el clítoris que el sexo puede ser erótico y orgásmico. En ambos casos pensarán que no sabes de lo que hablas. Pero yo he conseguido “pegarme el clítoris de nuevo”, por decirlo de alguna forma, y debo decirle al mundo lo mucho que nos estamos perdiendo.

Decir que el parto debe tener lugar allí donde una mujer se sienta más segura y cómoda, es decir en su propia casa, no es más que una cuestión de lógica. El parto en casa es seguro: los países que tienen un mayor índice de partos atendidos por matronas a domicilio tienen las tasas de mortalidad infantil más bajas, y el índice general de bienestar materno es mayor. En un parto en casa las intervenciones se toman muy en serio, y sólo se toma una decisión después de considerar y reconsiderar la situación concienzudamente (en los hospitales es precisamente la facilidad para realizar intervenciones lo que conduce a la increíble frecuencia con que se producen). El parto en casa sólo sería peligroso si las intervenciones obstétricas rutinarias que se realizan en los hospitales se reprodujesen en el hogar.

Especialmente el parto en el agua tiene excelentes resultados. La inmersión en una bañera de partos disminuye suavemente el miedo y el malestar, las madres no necesitan aliviar el dolor de forma artificial, los partos son más rápidos y fáciles, los niños grandes salen con mayor facilidad y las mujeres raramente se desgarran debido a la relajación y flexibilidad que logran los tejidos perineales. Las mujeres pueden mover sus cuerpos fácilmente para que sus hijos pasen suavemente y se coloquen en la posición óptima para el nacimiento sin experimentar el incómodo efecto de la gravedad que sentirían “en tierra”. Las mujeres que padecen problemas de espalda o rodillas pueden encontrar una posición adecuada para el parto con mayor comodidad.

Y después de parir en sus propias casas, en el agua o bien en una superficie firme, las mujeres tienen un recuerdo placentero de sus partos y se recuperan rápidamente. Entonces, ¿por qué no hay más mujeres que den a luz en sus casas cuando el coste y el trauma que esto implica son mínimos? ¿A quién interesa que se potencie la ignorancia de las mujeres y se intervenga en los partos de forma ritual? Desde luego no a las madres ni a los niños.

Para que las mujeres y los niños salgan adelante con bien deben estar tranquilos en el transcurso del parto, que es en realidad un camino seguro. La elección de quedarse en casa, lejos de esa tecnología y esos médicos que con tanta facilidad y de forma sistemática desgracian los partos, es la mejor forma de asegurarse un resultado feliz.

Entonces, ¿por qué nos dicen que demos a luz en los hospitales? Hay un profundo temor cultural a los procesos naturales, especialmente los relacionados con la sexualidad de la mujer, y la clase médica no es más que un reflejo de nuestra sociedad. Es más “seguro” medicalizar el parto que comprender el verdadero poder de las mujeres y el eficaz funcionamiento del cuerpo femenino.

En tanto y en cuanto sigamos pensando que sólo hay violación cuando existe contacto sexual, que sensual sólo puede significar erótico, y que la alimentación con biberón es una alternativa saludable a la lactancia materna, no estamos percibiendo la magnificencia de nuestra propia existencia: hacer el amor orgásmicamente, quedarse preñada, parir, amamantar, y caer embelesadas de amor por nuestros hijos procede de las mismas hormonas; son una misma inmersión en la sensualidad. Y todo ello debe hacerse a solas: necesitamos intimidad y dignidad para explorar nuestras sensaciones más secretas y amorosas.

Por supuesto, hay excepciones al parto en casa. El estado de salud de algunas mujeres puede requerir cuidados obstétricos avanzados, y estas mujeres nunca deberían ser culpabilizadas por no ser capaces de parir sin intervención. Toda intervención obstétrica puede beneficiar a un pequeño número de mujeres. Pero cuando las intervenciones se aplican a las mujeres como norma, la relación riesgo-beneficio se invierte, y el daño es mayor que el bien.

Trece meses después del nacimiento de mi quinto hijo me quedé preñada de nuevo. No quería otro parto hospitalario.

Comencé a buscar una forma mejor de dar a luz. Leí el libro de Sheila Kitzinger “El Parto en Casa”, que me resultó de gran ayuda y me convenció. Contacté con varias matronas pertenecientes al Colegio de Matronas de la Columbia Británica, pero comprendí que iban a medicalizar demasiado el embarazo; me harían demasiadas pruebas e interferirían de forma innecesaria en la gestación.

Oí hablar de la matrona Gloria Lemay a través de unos amigos. Hablé con ella por teléfono de mis experiencias. Le pregunté a cuántos niños había traído al mundo. Me dijo: “¡Oh, yo no traigo niños al mundo, eso lo hacen sus madres! Pero puedo decirte que he atendido alrededor de seiscientos partos” Le pregunté si me haría el favor de tocarme los pechos si lo necesitase durante el parto. “Haría el pino desnuda en Mundi Park si eso te ayudase a tener a tu bebé”. Hablamos durante horas. Mi marido y yo fuimos a verla; ella me asistiría durante el parto.

Sentí un montón de hostilidad y preocupación por parte de mi numerosa familia a causa de mi decisión, y después de oir sus experiencias con los fórceps, exámenes rectales y estribos, comprendí los miedos que les paralizaban. Pedí todos mis informes médicos y descubrí las numerosas incongruencias, medias verdades y mentiras completas que componían mi pintoresco historial obstétrico.

Las cuarenta semanas pasaron rápido. ¡Salía de cuentas! Cuatro litros de Ayuda al Parto me esperaban en la nevera, mi colchón estaba cubierto con un plástico de pintor. Yo estaba lista, pero no pasaba nada. Vuelta al viejo horror. Mi cuerpo está malogrado, ¡No puedo parir sin intervención!

Como los días iban transcurriendo con lentitud y sin que nada ocurriese llamé a Gloria llorando. “¡Yo no soy como las demás mujeres! ¡No puedo parir yo sola!” Y entonces me dijo “por supuesto que puedes y por supuesto que lo harás. Lo creas o no tu cuerpo dará a luz. Tu cuerpo sabe como concebir a tus hijos, supo cómo amamantarles y sabe como parirlos.” “¿Tu confiarías en mi cuerpo?” “Sí, yo confío en tu cuerpo, tu parto será maravilloso”. Durante un momento la creí. Me iba dando esas pequeñas charlas de consuelo según las iba necesitando.

En la semana cuarenta y dos mi madre estaba ya muy preocupada. Yo misma nací con casi un mes de retraso: mi madre atribuyó mis problemas oculares de la infancia a lo prolongado de mi gestación. Llamé a Gloria. “¡Mi hijo nacerá medio muerto y ciego!” “¡No! ¡Tu hijo está bien!”. Era muy activo y tenía en consecuencia un latido cardíaco muy fuerte. Yo estaba sana, mi tensión era fantástica y mi dieta estupenda. Ella me dijo: “No puedo imaginar un ambiente más sano para tu hijo que tu útero”. Y aun así yo sabía que me hubiesen inducido con prácticamente cualquier otra matrona y desde luego con cualquier médico. A veces tenía serias dudas sobre lo que iba a hacer: sabía que casi nadie estaría de acuerdo con nuestra idea de esperar a que ocurriese.

Pero supe que cuarenta semanas no es más que la duración media del embarazo: cada mujer da a luz tras un período diferente de gestación, de la misma forma en que cada parto y cada persona son únicos. Nacemos, aprendemos a gatear, andar y hablar a nuestro propio ritmo particular; sólo podemos aprender y crecer según nuestro propio programa personal de desarrollo. Nadie tiene derecho a irrumpir con nociones preestablecidas sobre cómo debe desarrollarse una vida o un parto.

El miedo al parto inminente crecía dentro de mí. Tenía miedo del dolor. Leí un libro escrito por otra mujer que tuvo seis hijos y en todos los embarazos sobrepasó las cuarenta semanas (“Ocean Born – Birth as Initiation”, de Chris Griscom). Decía “¡No tengas miedo! ¡Defiende tu derecho a parir por ti misma!”. Me repetía esto a mi misma cada vez que sentía miedo.

Así pasaron cuarenta y tres semanas de embarazo. Inicié un debate sobre la matronería en un periódico local. Mantuve mi mente ocupada. Aprendí a examinar mi propia cerviz; ya había dilatado más de tres centímetros, abriéndome de una forma suave y delicada gracias al trabajo prodrómico que se había puesto en marcha. El tapón mucoso se había desprendido. Gloria dijo que nunca había visto a ninguna mujer que no pariese en los cuatro días siguientes a la expulsión del moco. Una semana después me encontraba dando tumbos, sintiéndome como si mi embarazo fuese una camisa de fuerza de la que no pudiese deshacerme. ¿Por qué no había dado ya a luz? No había errores en cuanto a las fechas: me había hecho un test de embarazo en casa dos días después de la fecha en que esperaba mi última regla. Pasé mucho miedo en esos momentos, me aterrorizaba toda esa documentación médica que decía que mi hijo nacería con problemas de salud, que mi placenta envejecía. ¿Cómo podía yo fiarme de una sola mujer cuando había tantas personas que me habrían inducido el parto hacía tres semanas como poco?

Entonces, una noche, embarazada de cuarenta y cuatro semanas, me levanté a hacer pis. Mientras me sentaba sentí un pequeño ¡Plas! ¡Había roto aguas! Llamé a Gloria. Charlamos tranquilamente y se puso en camino. Mis hijos estaban allí al lado. Acaricié su pelo mientras dormían. Me preparé un baño caliente. Me vi reflejada en el espejo: estaba radiante, contenta, guapa. La sensación que me producía el parto era que me abrazaban la tripa apretadamente. Bill me ayudó a salir de la bañera y luego puso algo de música africana. Nos besamos y bailamos. Por primera vez me sentía feliz durante el parto, en paz: sin agujas, bisturís, dedos, ganchos, tijeras, grapas, drogas, tubos, hormonas sintéticas, estudiantes de medicina, situaciones absurdas. ¡Y sin llanto! Las lágrimas que hasta entonces había derramado en mis partos no eran hormonales sino fruto de las circunstancias.

Mi cuerpo trabajaba maravillosamente: cada sensación del parto era elegante y alentadora. Después de tres horas llegó el momento. Me puse de rodillas en la cama, jadee, suspiré y expulsé a mi hijo con un grito. ¡Pesaba 4 kilos 760 gramos y era adorable! Mi marido lo cogió en sus grandes y cálidas manos y yo me recosté para recibirlo sobre mi cuerpo. ¡Nunca antes había sentido tanta felicidad!

Todas las mujeres merecen sentir esa sensación gloriosa, interferir en ella debería considerarse como el delito que es. La bendición del parto es el derecho con que nacen todas las mujeres, un regalo de nuestros cuerpos a nuestras almas.

Mi placenta estaba perfecta. Una inducción hubiera sido una brutalidad innecesaria. Enterré mi placenta al cuarto día. Nunca hasta entonces supe lo mucho que para mí significaban mis placentas; algunas culturas dicen que son los ángeles guardianes del cuerpo de los niños. Aún lloro por todo lo que perdí.

Vivimos tiempos excéntricos y brutales. Este siglo será recordado como el siglo de la guerra y el genocidio; y el del nacimiento coercitivo y violento. El parto está lleno de sangre y lágrimas. Nos hacen creer que debemos dar a luz en hospitales muchas veces hostiles y casi siempre indiferentes, en donde la norma es interferir con los ritmos naturales de la mujer para el parto. Cualquier extraño puede observar y cortar nuestras vaginas, y reacciones físicas y emocionales que son anormales como un miedo excesivo, el llanto o la detención del parto causada por el estrés se han hecho normales y corrientes. Se hace daño a los niños rutinariamente, y quienes perpetran estos actos son exaltados como salvadores, en lugar de ser acusados de maltrato infantil. Hoy en día un parto en el que no haya habido intervenciones innecesarias es inusual, por mucho que todas tengamos la capacidad de dar a luz de maravilla sólo con que nos dejasen en paz.

Hace cien años, el parto hospitalario se consideraba la última y más peligrosa alternativa al parto en casa atendido por una matrona. Las mujeres evitaban los hospitales y a los médicos por muchas razones: no querían que experimentasen con ellas (aún se hace con muchas, especialmente con las que son pobres, pertenecen a minorías, son muy jóvenes o no hablan nuestro idioma. La fiebre puerperal, muy contagiosa, era una realidad capaz de matar. Las enfermedades campeaban rampantes (y así sigue siendo); la idea de que hubiese hombres en las habitaciones (la mayoría de los médicos eran hombres) se consideraba impúdico. Los hospitales y los médicos eran caros. Pero de forma bastante rápida los médicos pasaron a convertirse en los encargados de la atención materno infantil y, después de un siglo y de una campaña mundial de calumnias por parte de la clase médica, las matronas y su saber han acabado casi extinguiéndose.

Pero las mujeres ya no queremos ser meras piezas de ajedrez movidas, colocadas y sacrificadas por la profesión médica. Estamos reclamando el derecho a parir por nosotras mismas cada día más y con más fuerza; y las mujeres que hemos tenido muchos hijos podemos ser fundamentales para ayudar a otras mujeres a comprender los misterios y las miles de diferencias que hay en cada embarazo y en cada parto.


El parto hospitalario debe ser considerado como la última alternativa al parto en casa planificado. Si aún así una mujer insiste en tener un parto hospitalario debería considerar las ventajas de rodearse de personas experimentadas en prestar apoyo durante el parto, como por ejemplo una doula muy motivada que esté con ella en todo momento para que sea su portavoz y vigile exhaustivamente para que se respete la normalidad. El parto en casa es la forma más obvia de evitar intervenciones innecesarias. Las matronas son nuestras mejores aliadas en potencia para conseguir esto, pero también ellas deben resistirse a la tentación de “ir adelantando las cosas” o interferir innecesariamente.

Pero lo más importante es recordar que el parto es sagrado: es el acontecimiento más primario y hormonal de nuestra vida. Y es el más bello, porque vemos por primera vez al hijo que tanto amamos.

Pero no podemos esperar que a otros les gusten nuestros partos y nuestros cuerpos y los respeten cuando nosotras mismas no los consideramos como algo sagrado. No hay nada más descorazonador para mí que aún haya que convencer a las mujeres de que cortarlas y cercenarlas con el bisturí durante el parto es algo intrínsecamente malo.

¡Mujeres: defended vuestro derecho a parir! El parto os pertenece


[1] N.T.: “Food and Drug Agency”, agencia americana del medicamento y control alimentario